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Nacido como hijo de un criador de caballos, Zoroastro crece en estrecha relación con la naturaleza. Ya en su juventud se retira a la soledad de las montañas, donde toma consciencia de la existencia de un solo Dios y madura hasta transformarse en guía espiritual de su pueblo.
Su camino le lleva a la corte del príncipe Hafis, quien ha permanecido conectado a la antigua creencia en Ahuramazda, el dios supremo. En el pueblo de Irán, sin embargo, la creencia en los dioses se ha ido desvirtuando por falsas concepciones humanas o por el inmovilismo de los sacerdotes. Con el apoyo del príncipe, Zoroastro se dispone a anunciar a Ahuramazda en todo el país, atendiendo siempre en primer lugar las necesidades terrenales, para después entregar su conocimiento espiritual.
En Jadasa encuentra Zoroastro a la mujer que lo apoya y complementa brindando ayuda a las mujeres, pues son precisamente ellas quienes en gran parte del país se mantienen en una profunda ignorancia acerca de lo espiritual. En cooperación con el sabio liderazgo del príncipe Hafis, se desarrolla una época pacífica, que encuentra su expresión en un arte y una cultura florecientes bajo la bendición de Ahuramazda. En los últimos años de su vida, Zoroastro talla su conocimiento en losas de piedra y anuncia la venida de un futuro Juicio Final liderado por el Saoshyant, el “Juez de los Mundos”.
El valor del libro "Zoroastro" reside no sólo en la belleza del lenguaje y en el esclarecimiento de los acontecimientos históricos, sino mucho más en la experiencia de la Gracia y la Sabiduría divina, que envía a cada pueblo el guía que necesita para madurar anunciándole las verdades.
El OJO DEL VIDENTE
SE ABRE AMPLIAMENTE Y MIRA.
HE AQUÍ QUE ANTE ÉL SURGE LA VIDA,
GRABADA DE MANERA INDELEBLE
EN EL LIBRO DE ESTA GRAN CREACIÓN:
ALLÁ, donde incontables vertientes se unían para formar el impetuoso
Karún que descendía entre peñascos rugiendo con gran impulso, se exten-
día una vasta planicie en medio de rocas amenazadoras.
La rodeaban espesos matorrales de espinosos astrágalos, por lo que
era preciso abrir brechas a través de aquella muralla erizada, para que el
pie humano pudiera acceder a la meseta.
Sólo en el tiempo en que el dios del sol y el dios de la luna compartían
fraternalmente su dominio sobre los días de los seres humanos, aquella
extensa zona se cubría de verdor. Y entonces era también indeciblemente
hermosa.
Como piedras preciosas resplandecían las hierbas y musgos que dis-
frutaban, ebrios de luz, su breve existencia de dos meses. Los matorrales
espinosos se adornaban con flores de un color amarillo como el del sol,
que exhalaban un aroma dulce y recordaban a las delicadas mariposas,
que volaban con sus alas polícromas alrededor de las flores.
En esa época del año llegaban grandes grupos de seres humanos a
aquella maravillosa región. Instalaban sus tiendas donde podían encontrar
un lugar para pernoctar entre los salvajes peñascos. El atraván, el sacer -
dote, no les permitía permanecer largo tiempo en la zona.
La planicie estaba consagrada a Mitra, dios del sol, el dios luminoso y
bondadoso que prodigaba bendiciones y amaba a los seres humanos.
Por eso se celebraban en su honor fiestas sublimes y espléndidas. Las
voces humanas que entonaban canciones en loor al dios resonaban jubi -
losas en los peñascos.
En ocasiones respondía desde lejos el rugido de un león, sin que por
eso un solo corazón latiera atemorizado. Mientras se estaba en el lugar
dedicado a Mitra, los animales depredadores no podían acercarse a nin -
gún ser humano.